[ENSAYO] Inteligencia Artificial: Vista Desde Un Adolescente
Ah, el temita de la inteligencia artificial… La conversación que está en todas las bocas y que, para variar, con razón. Se promete una innovación tan grande que parece sacada de ciencia-ficción: la era de la automatización, un mundo donde el ser humano deja de ser la única entidad pensante y comparte el podio con «cerebros» mucho más rápidos.
Para algunos, eso suena a utopía; para otros, a distopía. Lo cierto es que las opiniones sobran. Se habla de carreras armamentistas tecnológicas entre potencias, de brechas económicas que se abren a medida que un puñado de empresas cotiza en trillones, de sesgos en los modelos que terminan reflejando lo peor de nuestra historia. Y todo eso, créeme, ha pasado.
Entonces, ¿por qué mi opinión debería destacar entre la marabunta? Pues no lo hace. Pero, como cualquier opinión, tiene su gracia.
Crecí con las IAs casi al mismo tiempo que crecía yo. Aparecieron en noviembre de 2022; yo tenía 12 años. Conseguí una cuenta estadounidense y fui de los primeros paraguayos en probar ChatGPT. La experiencia fue curiosa: no recuerdo haberme impresionado demasiado y, para ser honesto, no le di mucho uso al principio. Solo la retomé cuando vi a mis compañeros usarla para las tareas y pensé: «¿Por qué no?» (Curioso, porque a pesar de eso mi promedio se mantuvo bajo).
Desde entonces tuve acceso temprano y fui estudiando estos modelos. Pero quiero centrarme en la razón que me llevó a usarlos: «Lo hice porque los demás lo hacían». De eso se trata este texto: cómo las IAs están rediseñando la vida académica y por qué eso es, en parte, un problema… y en parte, una oportunidad.
Las IAs son herramientas, y solo eso. A día de hoy, en abril de 2025, siguen sin superar al ser humano en razonamiento profundo. No pueden elegir entre una camisa roja o amarilla, captar una indirecta ni detectar sarcasmo sutil. Aun así, muchos estudiantes las usan como si fueran un cerebro externo. No me creas un santo: también recurro a ellas. Para ejercicios de mate o consultas rápidas de historia, no dudo en pedir ayuda; los propios profesores lo recomiendan.
Sin embargo, cuando debo redactar un ensayo, prefiero que la IA me enseñe a hacerlo, no que lo haga por mí. Aprender el proceso sigue siendo la clave.
Un episodio lo resume todo. Un miércoles, examen de ética: libro y móvil abiertos, un paseo. Terminé primero —el tema eran los poderes legislativos, algo que mi madre, abogada, me había explicado mil veces—. Al entregar, un compañero se quejó: «Claro, él tiene un super-ChatGPT». Lo curioso: el examen consistía en un 90 % de opiniones personales y un 10 % de literalmente, sopa letras.
No es un caso aislado. En mi grupo existe «el saldo sagrado»: me piden el celu solo para consultar a la IA. Hasta para un trabajo de opiniones, la primera idea es «pásame ChatGPT». El proceso académico se ha trivializado: se salta el aprendizaje para cumplir una tarea. ¿Es eso malo? Sí y no. La parte mala es obvia: los estudiantes dejan de aprender en el camino tradicional. Adjunto una pequeña investigación que hice: desde diciembre de 2022 —cuando la IA se popularizó— hasta hoy, el rendimiento académico general apenas ha mejorado, a pesar de que el 86 % de los encuestados reconoce usarla.
Pero la parte buena también existe: el sistema educativo se verá obligado a cambiar. Desde enero de 2025 decidí usar la IA como entrenadora personal. Me ayudó a diseñar horarios, detectar distracciones y combatir la procrastinación. El resultado: mi promedio subió de 1,0 a 5,0. El secreto fue tratar la IA como un segundo cerebro, no como un sustituto.
En resumen: la IA no es ni Satán ni el ángel de la guarda. Es una herramienta. Y, como toda herramienta, depende del usuario. Puede destruir el pensamiento crítico o convertirse en una extensión de nuestra mente.
La elección sigue siendo nuestra.